sábado, 19 de diciembre de 2009
Un regreso
viernes, 11 de diciembre de 2009
Desde ahí arriba

Debajo, como activado por un resorte que se pone en marcha por el sonido de la cuchara contra su techo, Herme, cartero jubilado, sale en pijama a su balcón con una botella de agua en la mano. Se le ve bastante desgreñado y achacoso, con pocas ganas de levantarse de la cama para hacer nada. Pero hay que cuidar las plantas: es de las pocas cosas que le ayudan a olvidar que un día fue el mejor de los correos de la comarca. Agua sobre la tierra, agua sobre la tierra y tose balcón abajo.
El racimo de virus va cayendo lentamente, revolviéndose con suavidad por entre los dedos del aire que corre por la Calle del Juicio abajo, hasta pegarse de frente contra la portada de la Catedral, justo contra las imágenes que adornando las arquivoltas que recrean a los condenados del juicio final.
Siempre que he bajado por esa calle de Tudela, con un nombre tan a propósito, he tenido la sensación de que ahí mismo iban a pesar mi alma frente a la pluma de Maat.
Afortunadamente, para cuando el envío del viejo cartero llegó hasta las puertas del templo, nosotros ya estábamos dentro, lejos de todo peligro, tras aquellos sólidos muros y abiertos a la cúpula celeste que cubre aquél lugar desde hace innumerables siglos. Volvíamos a encontrarnos bajo la llave de la catedral de Tudela.

- ¡Pues venga, coloca al personaje y ponlo a andar!
Fuera, desde las alturas de su balcón, el nieto de Ista lanzaba mijagas de comida sobre el balcón del viejo Herme. Hasta el niño se extendía un rastro de desechos en los que con un poco de esfuerzo podían distinguirse restos de cartas troceadas en mil pedazos, algún periódico humedecido y gran cantidad de bandejas de polifam del Todo-Todo del barrio. El pequeño Jesús había empezado rastreando las cáscaras de aquellos huevos que vio romper a su abuela, pero la cantidad de cosas que habían encontrado en aquél cubo, hizo que perdiera el recuerdo de lo que buscaba.
miércoles, 4 de noviembre de 2009
En un día como este... (Intermedio III)
En un día como este, a uno le da siempre por echar mano de los recuerdos, sacudir con brío el saco de la memoria y asomarse al suelo para ver qué es lo que ha caído sobre él. ¿Qué es lo que hay? Mucha cosa, pero ninguna que seguramente no encontraríais vosotros, queridos amigos, si hicierais lo mismo: buenos momentos, encuentros inesperados, sueños cumplidos y otros rotos, y sobre todo la firme voluntad de seguir adelante.
- - - - Hay que estar firmes, siempre firmes- le decía Tellagorri a Zalacaín.
Todavía hay ocasiones en las que uno se encuentra con momentos que está seguro que nunca olvidará. En mi caso este año se han dado afortunadamente en varias ocasiones, y la primera y más importante de todas ellas fue aquél 9 de enero en que nació mi hijo. Imposible que lo olvide, pues ha sido sin duda alguna el momento más lleno de brillo de mi existencia.
Hace unos pocos días volvió a repetirse el milagro, esta vez en la forma de un correo electrónico que me traía algo que llevaba esperando muchos meses con inquietud: las portadas del libro, de ese libro del que llevo hablando mucho tiempo, que tantos dolores de cabeza nos ha dado a sus autores, y que trata de la vida del propietario de la famosa caja Baradelle. Según parece, no será hasta diciembre cuando salga a la calle, pero por lo menos tenemos este pequeño aperitivo para ir haciendo boca.

En esta ocasión, dan pocas ganas de profundizar en lo que ocurrió en aquél aciago 1923, y yo, por lo menos, prefiero quedarme con algo más elemental y acorde con lo que realmente formaba parte de la vida cotidiana de aquél momento.

miércoles, 28 de octubre de 2009
La sombra de una llave
Desde entonces, he vuelto a aquél lugar varias veces, terminando siempre por detenerme ante aquella llave; no sé muy bien si para preguntarme por el porqué de estar ahí colgada, o para confirmarme a mí mismo con alivio que, aún pasado el tiempo y sus cosas, yo seguía aquí. En ocasiones creía ver en aquél objeto una continuación argumental de lo que en la portada del templo ocurría con las putas, usureros, adúlteros y pecadores en general. En otras, era la relación entre la llave y el santo que custodia las puertas del cielo y cuyo acrónimo -de su nombre-, es precisamente dicho objeto.
Hubo una ocasión, la anterior a esta última, en que la visité con unos amigos, les señalé la llave y en ese mismo momento, alguien que paseaba por ahí se detuvo a explicarnos una confusa historia, en la que lo mismo corría la Edad Media, que nos veíamos inmersos en medio de una trifulca entre condotieros renacentistas.
El caso es que el buen hombre nos dio una buena idea, y emulando en cierta forma a Byron y los Shelley, aquella noche, después de una copiosa cena, nos reunimos en torno a una botella de aguardiente para relatar cada uno de nosotros la verdadera historia de aquella llave.
No voy a detenerme en detallar los hechos que entonces se narraron, ni siquiera creo que podría llegar a recordarlos con claridad, merced a los efectos del aguardiente que en aquél momento nos sirvió seguramente de inspiración.
Y es que, además, la realidad siempre termina por enseñarnos que gusta de hacer burla a nuestra imaginación. Donde nosotros vemos sacrificios heroicos, obligadas intervenciones de lo sobrenatural, destinos inmutables y un afán mesiánico por trascender; ella nos ofrece vidas mundanas, debilidad, soberbia, traición y el deseo único de sobrevivir.
- La próxima vez, -me dije-, vendré con la lección aprendida. Averiguaré de dónde diablos ha salido y rendiré homenaje, bajo la sombra de aquella llave, a ese recuerdo todavía desconocido.
miércoles, 7 de octubre de 2009
Tu lo sabes (divagaciones febriles)

jueves, 17 de septiembre de 2009
Parepidemos Samosatense

- ¿Vas a alguna fiesta Parepidemos?
Todo ello les viene a estas gentes de no haber visto nunca a un peregrino que engalana su báculo y cuida su vestido, que su cano cabello lo adorna con cuidados bucles, y que de su barba no cuelgan los restos de la comida del día anterior, ¡salvajes!
Me cuesta acostumbrarme a las toscas maneras de estos pueblos, tan lejanos de aquella tierra civilizada de la que procedo, pero ¿no la abandoné con el objeto de conocer todos estos lugares, y encontrar en alguno de ellos la respuesta a esa pregunta que me atormenta?
En ocasiones, la fortuna parece querer dar un descanso a este pobre peregrino, colocando en el camino un paisaje hermoso, buenas gentes que con sencillez le hacen a uno sentirse como si estuviera en su propia casa, o todo el lujo y la hermosura que dejé allá en las orillas orientales de este mar que todo lo abarca.
Cuando llegué a Egipto, encontré en Tebas el mejor de los acomodos, confortables palacios y mercados llenos de abundancia, una nutrida biblioteca y gentes de toda procedencia. Fue allá donde conocí a un mercader de Tiro que había hecho fortuna vendiendo los rollos que, según él, rescataba de naves naufragadas. Para mí que era un pirata que saqueaba los barcos que se acercaban por aquellas costas, y vendía después todo el botín en los más ricos mercados.
Peirátes, que era como se llamaba aquél supuesto mercader, me habló una noche de un rollo que vendió en la lejana Cartago, que era muy conocido por ser la única copia existente del “Tratado sobre los efectos curativos de la brisa cruzada por diferentes arbustos” de Dendron, una obra muy valiosa que seguro que proporcionaría generosos beneficios a quién pudiera hacer alguna copia de él.
Fue así como me presenté en Cartago, solicitando a sus gobernantes permiso para examinar unos documentos que se conservan en su biblioteca de Xilón, cronista de la reina Dido. Aunque mi objetivo era el otro -¡y vaya si lo logré!-, no pude evitar el detener mi atención en los textos escritos por tal singular autor, más aún cuando tuve la fortuna de conocer a algunos de los personajes que acompañaron a aquella desdichada reina y ser tratado por ellos con las más sincera y atenta hospitalidad.
Durante varias semanas me fue imposible abandonar aquél lugar, y eso es ya raro en Parepidemos, pero eran tantas las cosas que un extranjero podía escuchar de la voz de los propios protagonistas de aquella historia, que apenas quería dedicarme a otro menester que al de dejarme llevar por el placer de su compañía y el goce de su conversación.
Es por ello que antes de marcharme quise escribir y leer en la plaza pública un poema dedicado a aquella querida reina, lo hice con todo el amor que sentí en el corazón de mis anfitriones y espero que aunque fuera sólo eso, se notara. Era lo menos que podía hacer antes de abandonar Cartago seguramente para siempre. Eso sí, también encontrarán en el templo de Juno, en el lugar donde se recogen los donativos para erigir una estatua a la reina, una importante cantidad de monedas de oro; la misma que un mercader sirio había pagado por una copia del Dendron…
Me dicen que, como peregrino debo de ir a algún sitio y que cuál es ese. Yo según el humor que tenga callo, respondo alguna vaguedad que me evite el dar más explicaciones, o señalando a Occidente afirmo que marcho hacia sus confines, al lugar donde todo, incluso el sol, encuentra su fin.
- ¿y porqué lo haces?
- Para que cada vez que vuelva la vista hacia atrás, vea que soy capaz de seguir dejando huellas en el camino de mi memoria.

miércoles, 12 de agosto de 2009
Guía del observador de nubes
Pensé entonces en todo lo que te queda por descubrir y experimentar, y en que tu mirada, que ahora se dirigía a un punto tan próximo como la palma de tu mano, iría distanciándose cada vez más de ti mismo, hasta alcanzar destinos ahora desconocidos.
Supongo que en algún momento de tu peregrinaje por las cosas del mundo, darás con ese instante que su sola visión te conmoverá el alma, y también con el rostro que robará tu corazón. Tu mirada, que ahora ha encontrado esa mano que pudiera el día de mañana guiar maravillosas lecturas o sentir el tacto de la belleza, será la que abra la puerta a tus pensamientos, a todos tus sueños y esperanzas… Ya verás, sólo tienes que esperar.
Pasará que en ocasiones quieras disfrutar de aquello que está por encima de tu cabeza; de aquello que, por mejor decirlo, precisa detener el paso y guardar un poco de silencio, alzar la mirada y sentir la brisa celeste tonificando tu rostro. Entonces, es seguro que tu razón acompañe a lo que dice tu mirada:
Hamlet: ¿Ves aquella nube que tiene forma de camello?
Polonio: Sí, por el tamaño parece en efecto un camello.
Hamlet: Pues ahora me parece una comadreja.
Polonio: Sin duda tiene la forma de comadreja.
Hamlet: O quizá de ballena.
Polonio: Se parece mucho a una ballena.
Camellos, comadrejas, ballenas, aviones, o jinetes a caballo, como Mantegna en su San Sebastián; la cara de un hombre gordo o el trazo de una sonrisa… todo ello lo irás encontrando en el cielo. Y a medida que crezcas, descubrirás que sólo tú sabes qué es esa forma que flota lentamente proyectando una espesa sombra sobre el llano.
Quizá entiendas que cada uno puede encontrar en ello lo que quiera, o lo que pueda, y que lo que tú ves no es ni mejor ni peor: es parte de ti, como esa pequeña mano que descubrías esta mañana, mientras presenciábamos orgullosos cómo soltabas tus primeras amarras rumbo al futuro.
miércoles, 5 de agosto de 2009
Intermedio II
jueves, 23 de julio de 2009
Maat

A un lado la brisa, que corría por el cauce sobre las aguas, agitaba suavemente un juncal haciendo un efecto muy agradable que a nosotros se nos antojaba casi sobrenatural.
- Maaaaaat- exclamábamos los dos en tono divertido cada vez que esto ocurría.
Aquél día, como todos, lo habíamos pasado rondando por el pueblo, saltando zanjas, corriendo dehesas y huyendo de más de un paisano que maldecía la mala fama que el Martinico y el forastero se habían forjado a base de merodear gallineros y huertos ajenos. A los catorce años, aquello parecía cosa obligada y no íbamos a ser nosotros quienes abandonaran tan arraigada tradición. Cuando ya dimos por terminada nuestra importante labor o, mejor dicho, la ganas de hacerla, decidimos acabar el día en uno de nuestros lugares favoritos: a la salida del pueblo, en un pequeño prado junto al puente a orillas del río.
Un tío de mi amigo Martín, nos había dado para que nos entretuviéramos un libro: “Mitología Egipcia en mil palabras”, perteneciente a una colección de bolsillo de alguna popularidad por aquél entonces. Ahí encontramos, en muy pocas palabras claro está, a Maat con sus alas extendidas cubriendo el universo, mientras rige el orden y el equilibrio del cosmos, y toma parte en la pesada de almas. Este detalle fue el que terminó por atraernos hacia aquella extraña diosa.
- Maaaaaat- la brisa volvió a envolver los juncos con su vuelo.
Aburridos del silencio, del murmullo de las aguas, y del rumor del juncal, nuestros pensamientos abandonaron por un momento a la divinidad, para dedicarse a cuestiones más banales. Con las cortezas de unos árboles próximos nos hicimos unas pequeñas embarcaciones, aparejando cada uno la suya como mejor le parecía. Hecho esto, nos acercamos a la orilla y las lanzamos a la vez al agua. Quedamos de pie, en silencio, observándolas acercarse a los ojos del puente arrastradas suavemente por la corriente.
Cuando ya casi estaban llegando bajo él, corrimos hacia el puente, con tiempo para para verlos entrar casi a la vez, justo por debajo de nosotros. Al poco, asomó por otro lado sólo uno de los barcos: el mío. Luego continuó su navegación alejándose de nosotros a veces golpeándose contra una roca, y otras saliendo de nuevo a flote tras hundirse en un remolino.
Martín seguía con la vista fija en los ojos del puente, esperando ver aparecer a su barco, pero nada. Finalmente, me miró y se encogió de hombros sonriendo.
- Bueno, me tengo que ir, hoy vienen mis abuelos y mis padres quieren que esté pronto en. Casa.
- Si -le respondí-, yo también me voy que mañana volvemos a casa, y me han dicho que hoy no falte a cenar para acostarnos pronto.
- Entonces, hasta el año que viene... ¿vendrás, verdad?
- Eso espero, mis padres han dicho que si.
Marchó, y yo me quedé un rato más, apoyado al petril de puente mirando a lo lejos, como buscando donde había ido a perderse mi barco. Nada, por mucho que apretaba la mirada y la hilvanaba por entre las ramas, troncos y rocas que se bañaban en el río, no había manera de dar con él.
- !Charles!- me grito mi amigo mientras se alejaba.
- !Que!
- !Maaaaaaaaaat!- gritó alargando interminablemente la “a” mientras alzaba la mano despidiendose de mi.
- !Maaaaaaaaaat!- le respondí.
Y aquella fue la última vez que le vi.
miércoles, 8 de julio de 2009
La Centella

Hace unos días tuve la inmensa fortuna de conocer personalmente, después de mucho tiempo, a un puñado de buenos amigos. Acompañado de La Rouge y el pequeño Iago, aquella mañana disfruté de unos maravillosos momentos, en los que se mezclaron a iguales partes la alegría del encuentro y el placer de la conversación. El tiempo se hizo corto, y eso a fe mía que es buena señal, pues marchamos de allí con el corazón arropado por el mejor de los ánimos.
Después de una visita familiar, en la que merendamos plácidamente, regresamos a casa con una extraña y agradable sensación de dulce reposo. Todavía clareaba el día y me quedaba tiempo para acomodarme en mi rincón favorito de la casa, con el objeto de cumplir con el ritual que un día como aquél exigía.
Rebuscando entre los papeles que descansan apilados junto a otro montón de papeles que esperan su momento, di con tres hojas de la Gazeta de Madrid del 11 de noviembre de 1766, en las que se transcribe una carta enviada desde París el 27 de octubre del mismo año. En ella se cuenta cómo una fragata llamada “Modesta”, con 24 cañones y 70 personas entre tripulación y pasajeros, ardió en medio de su trayecto entre Marsella y Cabo Francés. La carta se acompaña de una relación escrita por el Capitán de la fragata, un tal Jules Gayet, que hace un relato de los hechos lleno de emoción y de una calidad que, en ocasiones, asemeja mucho a una crónica periodística. Esta es:


jueves, 18 de junio de 2009
El hijo de Caroline

De esto hace más de 150 años.
Si uno se fija con detenimiento en la fotografía, y deja de lado ese algo de inquietud que producen las imágenes del pasado, terminará por preguntarse por esa figura estática que parece estar observándonos sentada ante la puerta de la casa.
Pasaré a contar algo de ella.
Caroline nació en Londres el 27 de septiembre de 1794, era de origen francés y pertenecía a una de tantas familias que se habían exiliado a Inglaterra durante la revolución. Su madre pertenecía a una rica familia de Champagne, y su padre, originario de aquella misma región, murió un año después, en el desembarco de Quiberon.
Madre e hija regresaron a Francia en 1800, pero la primera falleció al poco, dejando a Caroline huérfana con tan sólo seis años. Los Perignon, familiares más próximos de la niña, fueron quienes se ocuparon de ella, dándole una educación acorde a una joven de su época, hasta que algunos años después, en 1819, contrajo matrimonio con un amigo de la familia, llamado François, que le llevaba entonces cerca de 40 años: “Aquél viejo (me parecía entonces viejo -!yo era tan joven!-, con sus cabellos grises y sus cejas negras como el ébano) me gustaba por su espíritu tan original”.
Del matrimonio nació un niño, pero dada la edad del padre poco ha de extrañar que pronto los dejara viuda y huérfano. Caroline, que, para aquél entonces debía estar más que acostumbrada a la pérdida de sus seres más próximos, volvió a casarse poco después, por conveniencia, con un militar de costumbres rígidas y puritanas, que llevarían a enfrentar a madre e hijo, hasta provocar la ruptura entre ambos.
El resto de sus vidas no sería otra cosa que un intercambio entre ambos de reproches, de inútiles demandas de afecto...
Cuando me detengo a mirar esta fotografía, me imagino a Caroline esperando el regreso de su hijo, confiada en que asomaría algún día por la puerta del jardín. Lo esperó, pienso, incluso después de verlo morir lleno de dolor entre sus brazos.
Lejos, en la capital, quedaban impresos los versos del hijo de Caroline.
miércoles, 27 de mayo de 2009
Retif le griffon

Uno
Lo único que se de ese hombre es que cualquier día, haga el tiempo que haga, se le puede ver merodear por La Isla, escribiendo con frecuencia en las piedras” -cuenta que oyó decir a una mujer con respecto a él una tarde de agosto de 1783. Parece que poco se podía entender de lo que escribía, pues al pobre Retif lo bautizaron con el sobrenombre de griffon, que procede de la palabra grifonner, garabatear, escribir de manera incomprensible.
Así, hubo quien en cierta ocasión gritó: “!Que viene el griffon de la isla a escribir en las piedras, sálvese quien pueda!”. Otros mostraban más tolerancia hacia él y se limitaban a afirmar que: “Es ese pobre escritor de fechas, a quién los niños llaman griffon. Es un buen hombre”.
Dos
“Fue en 1779, el 5 de noviembre, en la época de mi primera dolencia de pecho, cuando comencé a escribir sobre la piedra, en la Isla de San Luis. La primera inscripción está en la décima piedra, a la derecha del puente rojo, entrando por la parte de la Isla. La hice con la siguiente idea: ¿vería ésta inscripción el año que viene?. Se me ocurrió que si la volvía a ver, experimentaría un sentimiento placentero, y el placer es tan raro en el otoño de la vida que merece la pena la ocasión de buscarlo.”

Tres
Retif de la Bretonne vino al mundo en Borgoña, en el seno de una familia janseanista, que es como decir dada a llevar unas muy rígidas costumbres. Prueba de ello es que cuando le llegó el momento, su educación fue encomendada a su comunidad religiosa, donde se ocuparon de recordarle repetidamente las desastrosas consecuencias que tenía para su salvación el vivir con una moral relajada.
Pero como suele ocurrir con frecuencia en casos como estos, el joven Retif sintió más interes por navegar contra la corriente. Cuando apenas cumplió los dieciséis años, se manifestaba perdidamente enamorado de una joven de su pueblo, y con pocas ganas de preocuparse por las cuestiones de la fe y la salvación. La afortunada se llamaba Jeannette Rousseau, y por ella juró, un día de pascua, fidelidad eterna, prometiéndose que la amaría en secreto hasta el final de sus días.
Los padres de Retif se dieron pronto cuenta del rumbo que tomaban las inquietudes de su hijo, y lo enviaron a Auxerre a trabajar en casa del impresor Fournier, janseanista como ellos y de una moral reconocida por todos. Alejándolo del objeto de sus inquietudes amorosas, esperaban enderezar al joven y convertirlo en un miembro más de su honesta comunidad.
Colette, la mujer del tal impresor, no debía de estar tan entusiasmada con la rigurosidad de su marido, y Retif, afectado por el parecido de su nueva patrona con Jeannette Rousseau, juró morir de amor por ella sin revelar jamás los sentimientos que le inspiraba. No iba ser ésta ni la primera ni la última vez que nuestro querido amigo iba a meterse en tan sinceros juramentos.
En este caso, debió faltar en algún momento a su promesa de mantener sus sentimientos lejos del alcance de la afectada, pues al poco tiempo, y sin que se dieran demasiadas explicaciones, Retif es expulsado por su patrón y decide marchar a París en busca de fortuna.
Cuatro
“No hice más inscripciones después de aquella primera hasta el 1 de enero de 1780. Aquél día me paseaba por la Isla con una idea que me atormentaba: ¿Cuántos seres que comienzan este año, no lo terminarán? ¿Seré yo uno de esos infortunados?. Conmovido por esta reflexión, tomé mi llave y escribí sobre la piedra, junto al primero de los dos pequeños jardines abiertos que se ven viniendo del puente rojo por el Quai d'Orleans”

Cinco
A Retif lo conocí de dos maneras muy diferentes, aunque casualmente el origen fue en ambos casos parecido. La primera de ellas tuvo lugar hace ya bastante más de diez años, cuando curioseaba tranquilamente en una librería de viejo que hay muy cerca de la cuesta que conduce al castillo de Foix. Ahí di con un antiguo ejemplar de Le Paysan et la Paysanne Pervertis, obra que le dió a conocer allá por la década de los años 70 del siglo XVIII como autor erótico, fetichista, y creador de escenas galantes muy del gusto de la época. Ahí quedó entonces para mi recuerdo, como poco más que una lectura deliciosa con la que pasé un rato entretenido.
La segunda vez fue en Sarlat, en otra librería de viejo que hay en una callejuela que da a la Rue de la Republique. Allá encontré un libro titulado Existences d'Artistes de G. Lenotre que además de ser un pequeño tesoro, es fuente inagotable de interesantísimas historias. En él se hacía un repaso por la vida menos conocida de algunos de los personajes punteros de la cultura francesa: Chardin, Voltaire, Rosseau, Watteau, Hugo, etc... Ahí, en un capítulo titulado Retif, me encontré de nuevo con el autor, y esta vez de una manera más profunda y humana. Contaba Lenotre que más allá de la obra que le hizo tan popular en su época, tuvo otra tan abundante como la anterior, en la que mostraba una obsesiva preocupación por la memoria y el paso del tiempo.
En Monsieur Nicolas, por ejemplo, rescata su propio pasado a partir de una infinidad de pequeños detalles de tal minuciosidad que cuesta creer. Algo parecido ocurre con “Les Nuits de Paris” -creo que es una de las pocas obras que, extractada, se ha traducido al castellano-, donde demuestra un admirable interés por rescatar del olvido instantes de la vida de aquellas clases sociales por las que hasta entonces poco se había preocupado la literatura contemporánea.
Seis
Pero además de todo lo dicho, leí en el libro de Lenotre algo que terminó por atrapar mi interés, haciendo del querer saber más de Retif una urgencia con que la alimentar a mi hambrienta curiosidad. Esto es lo que cuenta:
"Hacia el otoño de 1769, cuando Retif tenía 50 años, concibió el proyecto de grabar sobre los muros de los jardines, sobre la piedra de los balcones, sobre los parapetos de los puertos y, particularmente en la Isla de San Luis, las fechas de las principales circunstancias de su vida y, en cortas frases, las reflexiones que todas ellas le inspiraban, conmemorando así 'la situación feliz o dolorosa' de su ánimo. Por una suerte de fetichismo supersticioso, quería que sus inscripciones fueran trazadas el mismo día del hecho, o bien, el día de su aniversario. Los años siguientes, el día indicado, regresaba a leer sus queridos jeroglíficos, los acariciaba con sus manos, y los repasaba más profundamente si creía que la intemperie amenazaba con borrarlos”.

Siete
Desde su más tierna infancia, Rétif sentía pasión por las fechas y aniversarios, pasión que, al igual que su hábito por la escritura, obedecía a una manifiesta ansiedad por combatir el olvido y la muerte. Parece como si quisiera detener el tiempo, dar una forma a cada momento con la que fuera reconocible, de manera que con su sola visión, despertara en él la evocación de lo que sentía y pensaba en el instante en que la marcó en la piedra.
Al repasar la vida de Retif y su costumbre de marcar su memoria, uno no puede evitar el volver a aquella historia de los compagnons que hace ya mucho tiempo pasó por uno de mis cuadernos. Seguramente el sentimiento que le movió a grabar en la piedra aquellas llamadas al recuerdo era muy parecido, aunque pienso también que en el caso de Retif había algo de íntimo, más para su propio consumo, como manera de ir confirmándose que a pesar del paso del tiempo él continuaba sobreviviendo, engañando a la muerte.
El mismo cuenta en su Monsieur Nicolas que la idea de confiar a las piedras aquellos nombres y fechas la tuvo en 1754, cuando encontró en la Catedral de Auxerre una inscripción junto a una sepultura que decía “Guillain, 1540”: “pensé -apunta- en todos aquellos que habían escrito allá sus nombres y que ya no estaban aquí; ví, sentí lo absurdo de la muerte y de la vida...”