viernes, 10 de abril de 2009

Benedicto Mol

Es poco lo que se puede decir sobre el tiempo pasado. Desde que uno decidió guardar silencio.

Únicamente del deseo de volver. De seguir convirtiendo en palabras aquello que... ¿qué?

Ni siquiera sé por dónde empezar...

Demonstres, ubi sint tuae tenebrae

Un poco de luz.

Escucha.

¿Oyes sus pasos?

¿No?

Sigue las huellas de estas palabras, y te acompañaré hasta el lugar que te tengo reservado.

Lee.

Cada vez que intentamos reconstruir la vida de una persona desde la distancia del tiempo, parece como si toda ella no hubiera sido otra cosa que un continuo vagar en busca de un fin que, en la mayor parte de las ocasiones, no queda nada claro para nosotros. Olvidamos aquello de que lo que vale es el camino, y esperamos verle llegar al momento en que compone su gran obra. Si no es así, es decir si no tenemos claro cuáles fueron sus cinco minutos de gloria, pues lo dicho: que no nos queda claro qué diablos ha venido a hacer este individuo entre nosotros.

Es un absurdo.

O eso puede parecer.

De mi afición temprana a las novelas del oeste tuvo gran culpa mi abuelo, verdadero devorador de aquellas historias de Marcial Lafuente Estefania. Recuerdo acompañarle los sábados a la mañana a una pequeña tienda del centro de la ciudad, donde le cambiaban la que había leído por otra de la misma colección. Por sus manos pasaban títulos como “El tropel de Oklahoma” o “Comarca sin ley”, que poblaban mi imaginación de innumerables aventuras llenas de tiros, persecuciones y peligrosos malvados.

- ¿Cuántos llevas matados por ahora? -le preguntaba a mi abuelo cuando entraba a visitarle y me lo encontraba leyendo a Estefanía.

- !Bah!, hoy van pocos, dos o tres de momento, aunque esto promete calentarse -me respondía sin casi levantar la vista del libro.

Solía quedarme sentado frente a él en la mesa de la cocina observándole con curiosidad. Cuando terminaba el capítulo que estaba leyendo, se levantaba, cogía su abrigo y con un “vamos, forastero” me abría la puerta para que le acompañara en su paseo matutino.

Con el tiempo, uno fue abandonando aquellas cosas, e incluso el poso que dejaron todas las películas de sesión matinal continua que disfruté en compañía de mi gavilla de amigos y que nos costó, en más de una ocasión, ser perseguidos por el acomodador como si se tratara del Sheriff del lugar...

Todo quedó más o menos así de yermo. Con el único recuerdo de los paseos con mi abuelo y una devoción eterna por aquella magnífica “Centauros del desierto”. Poco más.



No es de extrañar pues que mi vuelta a este mundo de la mano de Parkman reavivara en mí su buena porción de viejos recuerdos. Pero no iban a ser éstos, sino otros, los que darían un nuevo giro a mi viaje, llevándome allá donde no hubiera imaginado que iba a llegar siguiendo a una caravana de pioneros camino de Oregón.

Una noche no precisada de aquél año de 1846, Francis Parkman acampó en medio de las extensas llanuras del medio oeste, en compañía de un grupo de cazadores y aventureros británicos. Habían decidido viajar separados de los colonos para evitar verse envueltos en alguna de las continuas reyertas que se producían entre ellos.

Él mismo nos cuenta cómo preparaban todo para sentarse al fuego a cenar, en medio de aquella soledad. Uno de sus compañeros llevaba un libro en la mano, lo que hizo que Parkman intercambiará con él algunas palabras a propósito del autor. Ambos lo conocían, así como a algún otro autor muy nombrado en Inglaterra por aquél entonces:

- Borrow, el autor de “La biblia en España”. Imagino que lo conocerá.

- !Oh, claro!. Conozco a todos esos hombres. Por cierto que fue él quien me dijo que uno de los escritores de su país ha fallecido recientemente: el juez Story. En Londres edité alguno de sus libros, no sin alguna errata, me temo.

Oir, o mejor dicho, leer hablar de Borrow a un grupo como ese, perdido en la inmensidad de aquellas praderas, fue algo que me sorprendió bastante. Supe después, porque lo cuenta en una de sus cartas, que Parkman leyó “La biblia en España” en su viaje de ida a Europa, mientras viajaba a bordo de un barco llamado, también me pareció curioso, Nautilus. Está claro que, si uno quiere, puede perderse en cualquier lugar.

Yo, por mi parte, había quedado en manos del recuerdo de aquél libro de Borrow, y en especial en las de uno de sus más extraños, interesantes e inolvidables personajes: Benedicto Mol.


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