Desde entonces, he vuelto a aquél lugar varias veces, terminando siempre por detenerme ante aquella llave; no sé muy bien si para preguntarme por el porqué de estar ahí colgada, o para confirmarme a mí mismo con alivio que, aún pasado el tiempo y sus cosas, yo seguía aquí. En ocasiones creía ver en aquél objeto una continuación argumental de lo que en la portada del templo ocurría con las putas, usureros, adúlteros y pecadores en general. En otras, era la relación entre la llave y el santo que custodia las puertas del cielo y cuyo acrónimo -de su nombre-, es precisamente dicho objeto.
Hubo una ocasión, la anterior a esta última, en que la visité con unos amigos, les señalé la llave y en ese mismo momento, alguien que paseaba por ahí se detuvo a explicarnos una confusa historia, en la que lo mismo corría la Edad Media, que nos veíamos inmersos en medio de una trifulca entre condotieros renacentistas.
El caso es que el buen hombre nos dio una buena idea, y emulando en cierta forma a Byron y los Shelley, aquella noche, después de una copiosa cena, nos reunimos en torno a una botella de aguardiente para relatar cada uno de nosotros la verdadera historia de aquella llave.
No voy a detenerme en detallar los hechos que entonces se narraron, ni siquiera creo que podría llegar a recordarlos con claridad, merced a los efectos del aguardiente que en aquél momento nos sirvió seguramente de inspiración.
Y es que, además, la realidad siempre termina por enseñarnos que gusta de hacer burla a nuestra imaginación. Donde nosotros vemos sacrificios heroicos, obligadas intervenciones de lo sobrenatural, destinos inmutables y un afán mesiánico por trascender; ella nos ofrece vidas mundanas, debilidad, soberbia, traición y el deseo único de sobrevivir.
- La próxima vez, -me dije-, vendré con la lección aprendida. Averiguaré de dónde diablos ha salido y rendiré homenaje, bajo la sombra de aquella llave, a ese recuerdo todavía desconocido.