miércoles, 11 de febrero de 2009

Los habitantes de mi memoria I


Recuerdo que fue cosa de la casualidad el que llegara a saber de Francis Parkman. Una tarde de esas que llenamos de pereza, sin mayores ganas que las de ordenar unas viejas revistas y fascículos de cuando uno era poco más que un adolescente, di con una titulada “La conquista del Oeste”. En la portada nos prometía a sus lectores saber de las aventuras del mítico Jesse James, pasearnos por las calles de la peligrosa Dodge City, conocer a los indios Pueblo y acompañar a los colonos en su peregrinaje hacia la tierra prometida del oeste, siguiendo la ruta que por aquél entonces empezó a conocerse como “El Camino de Oregón”. Recordando una película que con ese mismo título había visto poco tiempo antes en una sesión de tarde de un canal autonómico, decidí detenerme a leer este último artículo. Parkman me esperaba escondido entre sus páginas, subrayado hacía ya mucho tiempo con un lápiz rojo junto al título de su obra más conocida.

Francis Parkman. Para cuando emprende la aventura que relata en su libro “El Camino de Oregón”, -por aquél entonces debía tener cosa de 23 años-, el tiempo y la fortuna le habían permitido ya graduarse en Harvard, cruzar el Atlántico y dedicar cosa de un año a disfrutar de lo que entonces se llamaba el Grand Tour. Cuentan que en Roma intentaron convertirle sin éxito al catolicismo, que en Nápoles pasó días enteros al pié del Vesubio esperando ser testigo de alguna de sus erupciones, y que cruzando los Alpes vagó perdido por entre sus nieves durante cerca de dos días, hasta que unos pastores dieron con él ya a punto de morir.

Pero Parkman no debía ser amigo de estarse quieto mucho tiempo, y al poco de su vuelta a los Estado Unidos decidió unirse a una partida de cazadores que marchaba hacía el oeste, siguiendo el Camino de Oregón. Su intención era narrar después al público norteamericano lo que había y lo que ocurría por aquellos extensos territorios vírgenes que se extendían hasta el pacífico, y por los que sólo las caravanas de colonos, las partidas de caza o los indios que habitaban en ellas, se atrevían a pasar.

Hasta aquí llegaba más o menos lo que mi lectura de la revista reencontrada y una rápida consulta al google me permitieron saber. Algún tiempo después conseguí el libro, y fué poco el esfuerzo que tuve que hacer para comenzar su lectura. Más aún cuando recién entrado en su primer capítulo, titulado "La frontera", uno se encontraba con párrafos como éste:

"Los pasajeros a bordo de Radnor no desentonaban con la carga. Los camarotes los ocupaban comerciantes de Santa Fe, jugadores, especuladores, y aventureros de diversos pelajes. En cuanto a la proa, se hallaba atiborrada de emigrantes hacia Oregón, hombres de la montaña, y también negros, y un grupo de indios kansas que venía de visitar S. Louis".

Ahí comenzaba su aventura, y la mía como lector. Poco sabía entonces que me iba a llevar por derroteros inimaginables, muy lejos de las extensas praderas que parecían esperarnos a Parkman y a mí. Esta primera parte de mi relato iba a tener poco que ver con lo que después vendrá.

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